Hay textos que envejecen con elegancia y otros que se pudren bajo el peso de la hipocresía. El Artículo 1 de la Constitución Española pertenece a esta segunda categoría: brillante en el papel, traicionado en la práctica. Se nos dice que España es un Estado social y democrático de Derecho, pero el “social” se diluye entre intereses privados, el “democrático” se ahoga en la obediencia partidista y el “de Derecho” se convierte en una broma cuando la justicia se dobla ante el poder. Este artículo debía ser la piedra angular de la libertad y la soberanía popular; en cambio, ha terminado siendo un eslogan vacío que los políticos recitan con la misma fe con la que un actor repite su guion: sin creer una palabra.
Endika
LA NUEVA FE: CUANDO LA MORAL SUSTITUYE AL PENSAMIENTO
Vivimos una época en la que ya no se reza, pero se predica. No hay templos, pero sobran púlpitos. Los viejos credos se han desvanecido, y en su lugar han surgido nuevas religiones seculares que no necesitan dioses para imponer sus dogmas. En ellas, la moral se ha convertido en una forma de pertenencia, y la causa justa en un acto de fe. Cada ideología ofrece su propio evangelio, sus mártires y sus enemigos, y quien se atreve a dudar corre el riesgo de ser excomulgado del nuevo orden moral.
Lo más curioso —y preocupante— es que estas nuevas formas de fe no reclaman almas, sino conciencias alineadas. Ya no se busca la verdad, sino la virtud pública; no el pensamiento, sino la corrección. En esta liturgia contemporánea, el juicio ha reemplazado al diálogo, la emoción ha desterrado a la razón, y la pureza ideológica se celebra como si fuera un sacramento. La modernidad, que prometía liberar al hombre de la superstición, lo ha devuelto —más obediente que nunca— al altar del dogma.
EL SILENCIO DE LOS MODERADOS
Hay épocas en las que hablar es un acto de valentía, pero también hay otras —como la nuestra— en las que callar se ha convertido en una forma de virtud social. Hoy el aplauso no se reserva al valiente que dice lo que piensa, sino al prudente que no incomoda a nadie. Hemos confundido la templanza con la tibieza, la reflexión con la parálisis y el respeto con el miedo. La autocensura ya no se impone desde arriba: se cultiva desde dentro, con una sonrisa educada y un prudente “prefiero no opinar”.
El resultado es una sociedad poblada de moderados satisfechos, convencidos de que su silencio mantiene la paz cuando en realidad perpetúa la mentira. Esa supuesta prudencia, tan celebrada en tiempos de ruido, es muchas veces una forma de cobardía revestida de elegancia. Porque el miedo a molestar no construye convivencia, sino sumisión; y quien renuncia a decir lo que piensa por temor a las consecuencias, acaba diciendo exactamente lo que el poder desea: nada.
LA PRESIÓN DE LAS HORDAS
Las redes sociales ya no son una plaza pública, son un coliseo romano donde cada día alguien es arrojado a los leones de la opinión. No hay jueces ni abogados, solo una turba digital que dicta sentencia al ritmo de trending topics. Hoy puedes ser espectador, mañana acusado, y pasado mañana verdugo. La regla es sencilla: la emoción manda, la razón estorba y el matiz se considera traición.
En este tribunal sin apelación, la verdad importa menos que el volumen del grito y el número de manos alzadas en forma de “likes”. La masa no discute, se indigna; no razona, etiqueta; no escucha, cancela. Y lo más perverso es que todo ocurre bajo la apariencia de una comunidad que confunde ruido con consenso, furia con justicia y espectáculo con moralidad.
EL NUEVO PATERNALISMO
Vivimos en una época en la que el paternalismo ya no es exclusivo de los padres, ni siquiera del viejo Estado benefactor. Hoy se reparte entre gobiernos hiperreguladores, corporaciones que deciden lo que “es mejor” para el cliente y tribus sociales que patrullan el lenguaje y la conducta. Todos dicen protegernos, cuidarnos, liberarnos de riesgos. Pero esa sobreprotección tiene un precio: la pérdida gradual de nuestra responsabilidad adulta. Cuanto más nos tratan como niños, más difícil resulta ejercer de ciudadanos libres.
El resultado es un paisaje donde se nos dan normas para comer, advertencias para pensar y guías para hablar. La autonomía personal —que debería ser el núcleo de la vida adulta— se reduce a una ilusión supervisada. Y aquí surge la paradoja: en nombre de nuestro bienestar, nos incapacitan. Como si fuéramos menores de edad perpetuos, se nos arrebata la posibilidad de equivocarnos, aprender y crecer. La pregunta es inevitable: ¿queremos seguir siendo tutelados o recuperar el derecho —y el deber— de decidir por nosotros mismos?
CUANDO EL ALGORITMO NO TE SILENCIA SINO QUE TE ENTIERRA
Vivimos en la era de la censura elegante, aquella que no necesita tachar ni prohibir de manera explícita. Tus palabras pueden publicarse, pero eso no significa que vayan a ser escuchadas. El nuevo poder ya no elimina lo que incomoda: lo entierra bajo toneladas de ruido digital, relegándolo a un rincón invisible donde apenas unos pocos llegan. Es la paradoja de nuestro tiempo: puedes expresarte libremente, pero nadie garantiza que tu voz cruce la muralla algorítmica.
La vieja censura era burda y directa; la de hoy es sofisticada y opaca. Se presenta como neutralidad tecnológica, como simple “orden” en el caos de internet, pero en realidad funciona como un filtro silencioso que decide qué merece ser visto y qué no. Así, el debate público no se construye en plazas abiertas, sino en pasillos estrechos diseñados por algoritmos invisibles que priorizan lo banal y relegan lo incómodo.
LA COMODIDAD COMO IDEOLOGÍA
La comodidad como ideología invisible. Nos gusta pensar que somos seres racionales, buscadores de la verdad, gladiadores de la lógica en un mundo lleno de ruido. Pero seamos honestos: la mayoría de las veces no buscamos la verdad, buscamos paz mental. Lo que queremos es sentir que tenemos razón, aunque esa razón se apoye en un castillo de naipes. La pereza intelectual funciona como una religión no declarada: no necesita templos ni dogmas escritos, basta con la devoción silenciosa de millones de fieles que prefieren la tranquilidad de no cuestionarse nada.
La doctrina del sofá. La incomodidad duele más que la mentira. Pensar exige esfuerzo, contrastar datos genera ansiedad, reconocer la ignorancia hiere el ego. Así que hemos construido un sistema perfecto para evitarlo: nos rodeamos de opiniones idénticas a la nuestra, consumimos información filtrada para reforzar lo que ya creíamos, y cuando alguien nos incomoda, lo bloqueamos. Es el equivalente mental a taparse con una manta en el sofá: cálido, acogedor, y absolutamente improductivo. La verdad queda relegada a un rincón polvoriento, mientras nosotros nos aplaudimos por tener “criterio propio”.
CUANDO CREES QUE SABES DE POLÍTICA
Vivimos en una época en la que todo el mundo “entiende” de política… o, al menos, eso cree. Basta con abrir cualquier red social para encontrar a expertos improvisados que, entre memes y frases hechas, defienden a capa y espada a un partido o atacan al contrario como si se tratara de un partido de fútbol. El problema es que, en demasiadas ocasiones, esa “pasión política” se apoya en conceptos mal entendidos, medias verdades y un desconocimiento alarmante de cómo funciona realmente el sistema en el que vivimos.
Porque, y aquí viene la primera sorpresa para muchos, no todo lo que se llama “democracia” lo es realmente, y no todas las dictaduras llevan uniforme militar o censuran periódicos. La política, como casi todo en la vida, está llena de matices, modelos y variaciones que rara vez se explican en las tertulias televisivas o en los discursos electorales.
En este artículo quiero ir más allá del simple “me gusta este partido” o “detesto aquel gobierno”. Quiero que nos detengamos a mirar el tablero completo: los distintos regímenes políticos que existen en el mundo, cómo se definen, qué prometen… y qué entregan de verdad. Solo así podremos entender el sistema en el que vivimos y, sobre todo, discernir si se parece más a lo que nos han contado o a lo que realmente experimentamos cada día.
Porque opinar sin saber es gratis, pero pensar libremente exige pagar un precio: el de informarse, cuestionar y aceptar que lo que creías cierto puede que solo fuera una bonita etiqueta pegada sobre una realidad mucho menos ideal.